Por Gastón Fournier – Curador de Arte & Artfluencer – IG: @gastonfournier
Una visita a la muestra “Valoración” en la Fundación Cassará se convierte en una travesía entre memorias personales, gestos curatoriales y obras que capturan lo que el tiempo —y el arte— se empeñan en preservar.
Las visitas guiadas son, en muchas ocasiones, momentos de exposición controlada. Uno recorre la muestra, la interpreta, señala conexiones. Pero a veces —solo a veces— esas visitas derivan en un encuentro casi cinematográfico, con escenas que parecen haberse escrito solas, en clave de reencuentro, epílogo y comienzo.
La tarde del sábado, en la Fundación Cassará fue uno de esos episodios. Patricia Etchehun, colega de ruta en la consultoría hotelera y actualmente a cargo de las relaciones institucionales de la fundación, fue quien reabrió este vínculo con una invitación precisa: coordinar una visita comentada junto a los cuatro artistas en exhibición.

Y así fue. Muestra curada por Marta Bravo en la Fundación Cassará, con dirección general de la arquitecta Ana María Carrió. Una exhibición que, como bien sugiere su nombre, explora el acto de reconocer —y resignificar— aquello que nos conecta con el tiempo, la memoria, y cierta forma emocional de pertenencia.
Tal como dice su texto curatorial, hay una gran fascinación por lo antiguo: casas, juguetes, muros que respiran historia. Mientras el mundo nos grita “denme algo nuevo, tecnológico y eficiente”, el arte de “Valoración” nos devuelve a lo esencial: ese libro viejo, ese muro estropeado como santuario emocional. La muestra propone una sensación de continuidad, un puente entre pasado y futuro, como si cada obra nos revelara algo que, sin saberlo, ya sabíamos. Algo que nos convierte en eslabones de una cadena invisible.
Lo que no sabía Patricia es que aquella institución estaba tejida también a mi historia: conocí a Ana María Carrió —la arquitecta, coleccionista, y presidenta de la fundación y Areatec— hace ya más de veinte años, cuando me convocó para desarrollar el concepto y el naming de su hotel de arte y museo de sitio: el exquisito Cassa Lepage, en el casco histórico porteño.
Tiempo después, ya bajo el oficio de curador, volvimos a cruzar caminos con la institución para su concurso anual. Junto al artista Gabriel Altamirano, artista visual y experto en dibujo, nos presentamos como dupla… aunque el reglamento no admitía colaboraciones. Lo hicimos hackeando gentilmente el reglamento: no se permitían duplas de artistas, pero sí aceptaron nuestra postulación. ¿La trampa noble? Él como artista, yo como curador. Aunque no resultamos seleccionados, nuestro caso dejó marca: ese gesto inaugural de apertura institucional a nuevas formas de producción. No ganamos. ¿O sí? Sí. Sembramos precedente. Ana María aún lo recuerda con una sonrisa.
¡Pero volvamos a la visita guiada, que fue a lo que vinimos! Durante la muestra, cada artista desplegó su universo, fueron hilando las palabras justas. Comenzamos con Agustín Viñas, con su universo pop, sus retratos hiperrealistas de saturación pop y estética plástica, parecía capturar el alma de una Barbie atrapada en alta definición. Una especie de hiperrealismo kitsch que rozaba el efecto vinilo, casi tocable, pero siempre inasible.


La instalación inmersiva de Beatriz Bianchi se deslizaba, flotaba sobre los pisos de vidrio del patio central —flotaba, casi literalmente— como una plegaria suspendida: el lugar perfecto para su obra etérea. Convertía el espacio en un pequeño altar inmersivo. Y ella, una espléndida.
Las obras del artista Simón Achem ofrecieron una multiplicidad de escalas y formatos que daba la sensación de un alfabeto personal, cada pieza una letra, cada serie una sintaxis propia, que nos hablaban de lo íntimo y lo monumental, como si cada pieza fuera parte de un sistema respirando.
Y luego, ese gesto monumental y poético del artista que viajó reiteradas veces a la Antártida: Alberto Morales, que desde el arte tomó posesión simbólica del territorio. Pinturas de gran tamaño y sus esculturas, que no replican, capturan. Son fragmentos del horizonte blanco, del paisaje antártico: recortados y traídos como memoria y advertencia al presente. Su viaje al confín del mundo fue también un manifiesto cultural, una manera de posicionar al arte como ocupación simbólica del territorio.


Luego de la visita, nos esperaba un cóctel en la terraza, con el ocaso porteño como escenografía. Ana María apareció como si nunca hubieran pasado los años. Hablamos de hoteles, de arte, de concursos y de cómo algunas anécdotas dejan más marca que ciertos premios.
Brindamos por esos recorridos que no se cierran nunca del todo, por los proyectos que siembran otros y por las anécdotas que quedan como obra viva.
Me vino entonces a la mente esa frase del filósofo Byung-Chul Han: “La vida no es una producción, sino una resonancia.” Y en esa terraza, lo que resonaba no eran solo las palabras de los allí presentes, sino el eco de historias cruzadas, como líneas de tiempo que se vuelven a tocar.
Pensé, al final, en las pisadas sobre el suelo antártico, que citó Morales. En cómo, tras dejar nuestro presente sobre ese hielo inmenso, los pasos quedan un momento… pero el viento los borra. Así también el arte: señala un horizonte y luego se deja llevar. Mirando atrás, vemos las huellas del pasado desdibujarse con la nieve. Y, sin embargo, algo de esa marca persiste, en otro plano, en otra memoria. Pero persiste.
Gastón Fournier
Abril 2025