Por Candelaria Penido. IG: @candepenido
Luego de meses en suspenso, la escena artística del país fue empezando a reactivarse. La semana pasada volvió uno de los más grandes íconos de la danza.
El Teatro Colón reabrió sus puertas con un programa mixto nunca antes visto. Las dos piezas representadas fueron creadas durante la cuarentena. Vendaval, el debut inédito como coreógrafo de Maximiliano Iglesias, primer bailarín del Teatro, e Itinerario Piazzolla, del célebre coreógrafo Alejandro Cervera.
Hace 21 años que no me pierdo una función de danza representada en el Colón, hasta el año pasado. Año extraño en muchos sentidos. El poder volver a sentarme en las butacas de terciopelo bordó, el sentir los miles de focos de la gran lámpara sobre mi cabeza, la expectativa cuando estos se van apagando, el silencio cuando se abre el telón, la estridencia de la música que todo lo envuelve y los aplausos del final, fue un mimo al alma. Para un apasionado del arte, presenciar una función en este majestuoso Teatro debería ser una experiencia obligatoria.
El jueves 2 de septiembre se reabrieron las puertas del Teatro para los espectadores de ballet, luego de toda una temporada cerrada. El viernes 3 a las 19:30, yo estaba esperando pacientemente mi ingreso por la puerta que me fue asignada en el momento de comprar la entrada, Libertad 621. La fila era larga, teniendo en cuenta la distancia social recomendada entre los distintos asistentes, por el protocolo del Covid 19. Aun así, el ingreso fue rápido. Luego de la toma correspondiente de temperatura y la presentación del código QR como ticket virtual, fui dirigida a mi ubicación.
Una mezcla de emoción, felicidad y extrañeza iba creciendo en mi interior. El Teatro seguía estando maravilloso, como si el tiempo en que estuvo cerrado no hubiese existido. Aun así, de la platea no se puede decir lo mismo. En vez de ver un mar de cabecitas murmurando y acomodándose, las burbujas determinadas por el protocolo de sanidad dibujaban patrones aleatorios. Espacios de hasta cinco butacas vacías, encintadas, separaban a los distintos grupos de espectadores. En la fila en que estaba ubicada, éramos cuatro personas. Fue raro, aunque la distribución funcionó de forma interesante ya que permitía no tener a nadie directamente delante, favoreciendo la visión del espectáculo.
También fue extraño el no contar con un programa en mano, este fue virtual. El perder la textura presencial no fue algo agradable en la espera a que comience la función, tampoco, el no encontrarme con las caras conocidas de siempre. Como la de la señora de la fila 15, invariablemente muy maquillada y vestida con colores llamativos, o el señor que suele sentarse a mi lado, que le relata lo que va pasando en el escenario a su madre, ubicada a su costado.
Toda la obra duró una hora. No hubo intervalo. Se sintió corto, todos nos quedamos con ganas de más. Porque el presenciar los estrenos de las piezas, la felicidad de los bailarines, el deleite de los espectadores y los eternos aplausos al final de cada una, fue emocionante.
Vendaval, de Maximiliano Iglesias, fue justamente como su creador la describió, “un viento lleno de magia, mucho más etéreo que otros”. Diez bailarines en escena, cuatro hombres y seis mujeres. Cada uno vestido en beige. Solo en ellas se atisbaba algún color en los bajos de la falda, las cuales volaban por su material, en cada levantada o salto. Llamó la atención el vocabulario utilizado por el coreógrafo. No es usual encontrar, hoy en día, creaciones contemporáneas con pasos y figuras propias del ballet clásico. Hubo poco contacto entre los bailarines, a excepción de la pareja principal representada por Maximiliano Iglesias y Macarena Giménez y el dúo masculino, el cual me tocó por reparto, verlo por Jiva Velázquez y Yosmer Mejía. De movimientos fluidos y textura mixta, los bailarines iban desplazándose por el escenario llenándolo, ocupándolo todo salvo la esquina superior izquierda. Ya que en ella se encontraba un piano de cola, del cual se desprendía la suave música de Tchaivcovsky interpretada en vivo por Marcelo Balat.
De carácter expresivo, hasta íntimo por momentos, cada bailarín funcionaba como una parte de un gran todo. Como si todos fueran dirigidos por un mismo ente. Es así, que al espectador le llegaba la sensación de que el espacio por el que transitaban era eterno y volátil.
Itinerario Piazzolla, de Alejandro Cervera, funcionó como un contraste de todo lo anterior. Por un lado la música del célebre compositor, elegida para celebrar el centenario del nacimiento de Astor Piazzolla, invocaba otro carácter. El tango que sonaba combinaba muy bien con los colores oscuros que aparecían en escena. Negros y grises, tanto en los trajes de ellos, como en los vestidos y en las zapatillas de puntas de ellas. En esta pieza de vocabulario neoclásico, las parejas tampoco se tocaban mucho, un pequeño espacio los mantenía separados. De textura compleja, había mucha acción sobre el escenario. Los distintos bailarines simulaban competir por la atención del espectador, todo junto y a la vez dando una sensación de vigor y vitalidad. Las escenas se iban entremezclando, y los cambios de secciones se iban marcando por los cambios escenográficos. Estos fueron dados por las distintas imágenes que se iban proyectando, calles empedradas, el mar, un atardecer. Estás nos iban colocando dentro de ambientes determinados, con sensaciones determinadas.
Al finalizar estas dos piezas abstractas, llovieron los aplausos. Los bailarines sonrían y saludaban efervescentemente. Aun así, quedaba corto el aplauso, éramos pocas manos aplaudiendo en comparación a un Teatro Colón lleno. Esto se debió al aforo permitido por el Ministerio de Salud. De las 2487 localidades para espectadores sentados con las que cuenta el Teatro, solamente 630 están permitidas ponerse a la venta.
La salida volvió a funcionar de forma ordenada y sin demora, tanto es así que 21:07 ya me encontraba del otro lado de las puertas del Colón. Añorando volver a entrar y sentarme y así poder presenciar todo de nuevo.