LVP cruzó nuevamente el charco (¡quién pudiera!) y dio dos shows consecutivos en la Ciudad de Buenos Aires, con un Vorterix emocional y abarrotado.
He aquí la confesión: nunca tuve una remera rockera. Quizás sea por eso que esta noche me siento visitante, extranjera, de afuera, cuando la dinámica plantea la situación opuesta y ellos son los foráneos en tierra porteña. Me permito el ingreso no obstante porque mi corazón tiene forma de penillanura-levemente-ondulada y ese guiño me hermana, me disimula, me hospeda.
En un Vorterix bien llenito, Ale Bisignano Burgos recita de memoria el ADN argentino. No tarda mucho todo lo demás en suceder, y el centro de la escena lo dibujan los cuerpos dejándose brillar por la transpiración, esas gotitas que recorren torsos desnudos, que antes de romper y deslizarse se tocan con las del cuerpo vecino y en un frote indeseado se vuelven un poco río, un poco llanto, porque en ambos lados de la orilla somos así, rockeros muy muy románticos.
Mujeres bellas y fuertes los sobrevuelan. Banderas uruguayas, vamo arriba la celeste, y el siempre presente hincha de Racing, la cuota de sentimentalismo que no puede faltar en este clásico ritual de encuentro. Padres e hijos, madres, tías y sobrinas que desde arriba alientan.
El pogo es el termómetro en todo momento, y marca una temperatura que empaña el invierno crudo de julio al sur. En un recorrido inverso, arrancan por los hits de los últimos tiempos, se da el obligado parate: armónica, guitarra, voz a cappella y algo queda flotando de la diversión que fue el número de Potosí.
Será añoranza, pero de pronto vuelvo de la abstracción y espero no ser la única que hace homólogo el cántico del público al unísono de José sabía a la retirada de murga. Pura melancolía, promesa de volver, febrero y carnaval eterno.
Tienta la idea de irnos a dormir canturreando una charrúa y cae la ficha: mañana no es razón para cada minuto que disfrutes hoy, que nadie sabe este guión.
Crónica: Lupe Gambina