Una polémica exhibición que acaba de ser inaugurada en el prestigioso museo Emilio Caraffa, que consiste en tres salas vacías y un catálogo en blanco, es la excusa para repasar la historia del arte conceptual -y sus problemas.
La escena pertenece a la serie del superagente 86. Maxwell Smart está contemplando una obra de arte en un museo, un cuadro completamente blanco salvo por un diminuto punto negro. Con aires de conocedor, ofrece a su acompañante una interpretación sesuda a propósito de la representación simbólica de este puntito, tomándolo como una cruda manifestación de la soledad existencial del hombre en la vastedad del universo. Su ponencia queda interrumpida cuando el puntito sale volando del cuadro. Con su vuelo, el insecto deja en ridículo a Smart y su lectura pseudo-intelectual. ¿Pero dónde está el absurdo realmente? ¿En el análisis forzado del crítico, en el artista que pintó un cuadro enteramente de blanco o en el museo que le dio lugar?
Esta pregunta viene a colación de una exhibición que acaba de ser inaugurada en el Museo Emilio Caraffa en Córdoba. Tres salas enteras fueron asignadas a la artista Dolores Cáceres para la presentación de su obra: tres salas blancas vacías. Según informó Clarín, El piso es blanco, las paredes son blancas, el techo es blanco, los bancos en medio de las salas fueron pintados de blanco, también se cubrió con un vinilo blanco el piso de acceso a las salas, que es de madera. La exposición denominada #SinLímite567 consiste en 450 metros cuadrados de nada. El catálogo de la muestra contiene doce páginas en blanco que reproducen los 120 metros lineales de muros blancos de la exhibición.
“El espectador lógicamente se pregunta qué es esto, hasta que entiende que la muestra es preguntarse `qué es esto´ y `qué es arte´” señala la autora, quien cita como precursores del género a Yves Klein, quien en 1958 montó en París una muestra vacía, y al músico John Cage, cuya composición 4´33″ consiste en cuatro minutos y treinta y tres segundos de… silencio. Cáceres podría también haber mencionado a Martin Creed, ganador del premio Turner (algo así como el Oscar del arte en Gran Bretaña) en 2001 con su obra The lights going on and off: Una sala vacía en la que las luces se prendían y apagaban continuamente.
Desde que Marcel Duchamp en 1917 llamó obra de arte a un mingitorio -en 2004, quinientos curadores, artistas y críticos británicos la consideraron la obra del siglo XX- el arte moderno se hizo sinónimo de transgresor, vanguardista, rupturista… y también de bizarro, incomprensible, ridículo. La belleza está en los ojos de quien la mire, claro. Los hermanos Jack y Dinos Chapman alcanzaron gran fama con su obra Muerte que muestra a dos muñecos inflables practicando sexo oral. Fue premiada. Chris Ofili retrató en su obra La Santísima Virgen María a una María negra con aceites, resinas y estiércol de elefante y la rodeó de pequeñas mariposas que contenían imágenes de genitales femeninos. Causó una gran sensación.
La artista conceptual Keri Smith publicó un libro titulado Acaba este libro en el que convoca al lector a derramar café sobre sus páginas, agujerearlas y arrojarlo desde cierta altura. Es una autora bestseller. En La imposibilidad física de la muerte en alguien vivo, Damien Hirst célebremente ofreció el cadáver de un tiburón de más de cuatro metros suspendido en aldehído fórmico y consiguió venderlo por más de diez millones de dólares. (Tiempo después Hirst recibió un llamado telefónico del comprador, preocupado por la descomposición del animal, y debió reemplazarlo). Andy Warhol se hizo icónico -y rico- pintando latas de sopa Campbell. También realizó una simpática serigrafía del dictador chino Mao Zedong, un asesino de masas, obra que es adorada por sus cultores. Pero quizás su creación más extraordinaria -desde el punto de vista de lo disonante entre realidad y representación- haya sido la pintura de un billete de un dólar que se vendió este año por más de treinta y dos millones de dólares.
Y luego están los artistas que, traspasando los límites de lo exótico, van por lo extremo. En París, la argentina Marta Minujin invitó a un colega, hacha en mano y máscara de verdugo en el rostro, a que destruya sus obras mientras ella liberaba a cientos de conejos y palomas entre los presentes; luego roció con gasolina los restos de la masacre e incendió todo. El chileno Francisco Tapia se tatuó en la espalda el símbolo del gobierno de turno y dejó su cuerpo al desnudo para que el público le diese latigazos con un cable coaxial en la bienal del Museo de Bellas Artes de Santiago. El francés Pierre Pinoncelli se cortó un dedo de su mano con un hacha durante un festival artístico en Colombia y lo donó al Museo de Arte Moderno de Cali.
La oreja mutilada del holandés Vincent Van Gogh, obsequiada a una prostituta, es legendaria. El torero y pintor estadounidense residente en España, John Fulton, empleaba para sus pinturas la sangre de los toros que él mismo mataba. El neoyorquino Vincent Castiglia durante una década usó su propia sangre en sus obras. Anteriormente, el argentino Alberto Greco llevó esa técnica al límite: anunció que se iba a suicidar en Barcelona, se cortó las venas y con su propia sangre escribió en su mano “Fin” y sobre la pared “Esta es mi mejor obra”. Si estos artistas radicales se hicieran ver por un psiquiatra terminarían en un sanatorio. Como se hacen ver por críticos culturales, terminan en los museos.
En algún momento de su historia, lo que los legos comúnmente llamamos “arte” dejó de serlo. Hoy la escena está saturada de snobs que se autoproclaman creadores vanguardistas apelando al estruendo, al shock, a lo insólito. Tienen derecho a definirse como quieran y sus seguidores pueden elegir admirarlos por sus extravagancias. El resto, los no-sofisticados, tenemos derecho a reaccionar a nuestro modo ante lo que ellos llaman “arte provocador”. Ciertamente, lo que sea que hacen es provocador, pero no estoy seguro de que pueda ser llamado arte.
Fuente: Infobae