Por Gastón Fournier — Art Curator & Artfluencer
Una crónica desde el subsuelo del antiguo Banco Mercantil, donde el arte encuentra resguardo entre sensores, códigos y humedad controlada.
Bajo toneladas de cemento y control, entre la paranoia del resguardo y la belleza en reposo, una experiencia que combina seguridad, curaduría y cierta poética del encierro: el ritual del cuidado en un espacio que redefine el vínculo entre arte y protección.
Calle Corrientes, entre teatros y tiendas de souvenir y unas ultimas pocas librerías que aún resisten con ejemplares usados. El edificio pasa inadvertido.
En la superficie, un frente sobrio, casi anodino, propio del microcentro porteño. Pero al cruzar la puerta, el aire cambia: un silencio contenido, luces frías y la sensación de estar entrando a un mundo donde nada puede quedar librado al azar.


Ingot —así se llama este espacio— ocupa lo que alguna vez fue el Banco Mercantil. Donde antes se custodiaban billetes, hoy se conservan obras de arte y otros bienes. Un desplazamiento simbólico que parece hablar también de una nueva economía: la de las emociones, las memorias y los objetos con historia.
Nos recibe Celeste Rajal, amable, sin impostación, con esa soltura que desarma cualquier formalidad. Su manera de hablar, pausada y clara, nos devuelve la escala humana -algo necesario después de atravesar siete puestos de control, detectores de metales y sensores biométricos-. Ella encarna la excepción a la frialdad del protocolo: una anfitriona inesperada que convierte la visita en conversación.
“Esto era parte del antiguo banco”, nos dice mientras nos guía hacia el corazón del edificio. Las puertas se cierran detrás de nosotros, pesadas, herméticas. La bajada parece interminable, como un descenso a un inframundo donde lo valioso se oculta. Cuesta no pensar en una metáfora: el arte bajo tierra, literalmente.


Los pasillos son impecables, casi clínicos. A cada tramo, un nuevo control: huella, rostro, pin. El aire se vuelve más seco, la temperatura más precisa. El cuerpo se tensa; es inevitable sentir que uno entra en un espacio de alta seguridad, entre lo cinematográfico y lo distópico. En algún punto, pienso que esto podría ser un escape room de lujo o un control aeroportuario diseñado para obras de arte.
Celeste nos explica que solo la curadora, Carla Mazzei, tiene acceso a la bóveda principal. “Nosotros llegamos hasta la pre-bóveda”, aclara, como si hubiera un límite entre el mundo visible y otro más reservado, donde las piezas duermen. La curadora no solo resguarda las obras de los clientes, sino que además organiza muestras y vernissages en todas las sucursales de Ingot -que hoy incluye Microcentro, Flores, Quilmes, Nordelta, Olivos, Córdoba y Punta del Este-. El próximo será el de Andrés Lemos, en casa central de Avenida Corrientes, el miércoles 19 de noviembre a las 18.30 horas.
También han realizado la presentación del libro “Traidores del Arte” de Claribel Terre Morell -periodista, escritora y gestora cultural cubana nacionalizada argentina-, actual jefa de prensa de Bienalsur, los MUNTREF y ArtHaus Central, además de dirigir la revista Be Cult.

Ha publicado siete libros en diferentes países, entre los que se encuentran: “Cubana Confesión” (Editorial Planeta), “La muerte está servida”, “Archivo de guerra para mujeres decentes”, “Antología de la traición”, “Bohemia”, “La huella y el tiempo”. También es la creadora de la cuenta @traidoresdelarte, dedicada a casos de robos, falsificaciones y hallazgos en América Latina, Terre Morell representa otro modo de resguardar el arte: desde la palabra.
Mientras hablamos, imagino ese otro espacio, cerrado, con paredes de hormigón y racks metálicos donde las obras reposan en silencio. El arte, suspendido en pausa, protegido del tiempo y del aire. Una suerte de museo sin público, de santuario invisible donde el gesto curatorial consiste en custodiar.
Cada detalle está pensado: control de temperatura, humedad, desinfección de las piezas antes de ingresar, seguros que alcanzan los 300 mil dólares, y un sistema de registro que incluye, incluso, chips de tokenización para certificar la autenticidad y trazabilidad de las obras. El arte convertido en dato. En memoria digital.


“Tratamos de mantener el alma, pero con rigor”, dice Celeste, con naturalidad. Y agrega algo que me queda resonando: “Hay obras del valor de una cartera o de una cena, y otras de millones; lo que importa es el valor afectivo”.
Ahí está la clave —pienso—: ese cruce entre lo material y lo simbólico que hace de Ingot algo más que una bóveda. Una cápsula emocional del siglo XXI.
Durante la recorrida, cada puerta refuerza la idea de que el arte, en este país, todavía necesita protección. No por fragilidad, sino por supervivencia. La bóveda se vuelve entonces metáfora y espejo: el arte como bien, como memoria y como secreto.
“Tenemos clientes que son coleccionistas, artistas o simplemente personas que necesitan guardar algo de valor —cuenta Celeste—. A veces es por refacciones, mudanzas, viajes, o simplemente por tranquilidad.”
Afuera, la ciudad bulle; adentro, el tiempo parece detenido.
En ese silencio controlado, pienso en la paradoja: tanta tecnología, tanto cemento, tanta seguridad… y al final, todo se reduce a un acto profundamente humano: guardar lo que amamos.


Antes de subir, Celeste nos invita a recorrer las salas donde cada dos meses se realizan exhibiciones. Obras de artistas contemporáneos cuelgan en los pasillos y salas de reunión, dialogando con el mobiliario corporativo. La curaduría transforma lo que podría ser un entorno aséptico en un escenario vivo. Hay algo hermoso en esa convivencia: el arte irrumpiendo en la burocracia, desarmando lo gris.
La muestra vigente al momento de nuestra visita “Un diálogo posible”, reúne obras de Alejandra Repetto Escardó, Dolores Casares y Cristina Rochaix, bajo la curaduría de Carla Mazzei y Rubén Betbeder. La exposición desafía al unir pintura y escultura en un espacio no convencional de exhibición, acerando el arte a nuevos públicos.
Han realizado también exhibiciones y activaciones con Guido Llordi, artista plástico contemporáneo argentino nacido en 1979, reconocido por sus obras abstractas que exploran la tensión entre el azar y el control de los materiales. Su uso de texturas y luz transforma cada pieza en una experiencia perceptiva desafiando la percepción del espectador y la incidencia de la luz. Creció observando a su abuelo, quien era restaurador de casas, trabajar en su taller, lo que despertó su interés por el arte y cómo la luz y la sombra transforman los colores. Fue, además, quien acompañó la inauguración de la sede de Córdoba.
Nos despedimos con esa sensación extraña de haber visitado un lugar que existe entre lo visible y lo invisible, entre lo racional y lo poético. Ingot no es solo una bóveda: es una idea. La de que el arte, incluso cuando se resguarda, sigue respirando.
Subo las escaleras y la luz del día me encandila.
Afuera, el ruido de los autos, el murmullo de la ciudad.
Adentro, bajo tierra, el arte respira en silencio.
Créditos fotográficos: Gabriel Altamirano
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