Por Gastón Fournier — Art Curator & Artfluencer
Mariela Ivanier, la emoción como casa y colección.
Pasaje Rivarola, Buenos Aires. Mariela Ivanier elige pasajes para vivir: muy parisinos, llenos de historia. Un portal de vitrales y boiseries anuncia otro tiempo: uno donde el arte no cuelga, sino que habita. Donde cada cuadro respira a la par del aroma a café, la voz de una anfitriona y el eco de un ritual cotidiano: recibir.
En el departamento de Mariela Ivanier —coleccionista, comunicadora y fundadora de la agencia Verbo (en 1993)— conviven una infinidad de obras de arte contemporáneo argentino.
Pero lo que impacta no es el número de la colección, sino la forma en que las obras dialogan entre sí, con los muebles, los colores y las personas. Aquí no hay jerarquías, ni solemnidad: el arte sucede, como si la emoción se hubiese convertido en hogar.

Mudarse al Pasaje Rivarola, luego de dejar atrás otros espacios, fue para Ivanier un gesto de renacimiento. Se siente que sabe empezar de nuevo, pero lo que sí la sigue es el arte de casa en casa, “buscando nuevas paredes donde respirar”. Ese gesto, tan íntimo como simbólico, le dio nombre a su colección: Colección Rivarola, una suerte de organismo vivo – que nació en 1997- y que crece, se reacomoda, se desarma y vuelve a armar con cada adquisición.
Quien posee muchas propiedades sabe que tienen nombres propios. Y su colección, también.
Una vez que se ingresa al edificio, poco antes de entrar al departamento, tres obras escoltan la puerta de entrada.
Entrando nos recibe muy amablemente su asistente Natalia, y automáticamente entró en escena Mariela. Su sonrisa y sus lentes de color y formas llamativas, son su marca registrada. Mariela se muestra cálida, distendida. Hace que uno se sienta cómodo y bien recibido. Son de esas personas que sentís que las conoces de toda la vida.


Mariela nos invita a recorrer libremente su casa. Casi a modo de juego, comenzamos con el reconocimiento de obras- mi parte favorita de las visitas a colecciones privadas-. Nicola Constantino, Eugenio Cuttica, Renata Schussheim, Alejandro Pascuale, Andres Paredes, Benito Laren, Ricky Crespo, Vanesa Amenábar, son los que identifico en este primer momento.
Ivanier es color. La definen. Una sala contigua al hall recibidor, nos adentra a un mundo azul. La primera obra que llama mi atención es la del rosarino Juan Ignacio Cabruja, una instalación lumínica que remite a los cielos de su ciudad natal; que habíamos visto a mayor escala, en el solo show del artista, en el Site Specific Space 34_35, de Fabián Carrere.
Conocí su obra por primera vez en una muestra de talleres abiertos de Fundación Hito Cultural, en el barrio de Parque Patricios. Él se dedica al arte contemporáneo, la tecnología y el pensamiento crítico, explorando la pictórica de la luz en sus trabajos.


En la sala siguiente, encontramos una de las pocas obras de gran tamaño de su colección: es la de Marcela Mouján. Arriesgo a decir que es la obra que representa toda su colección: libertad, femeneidad, romanticismo y belleza. Como ella.
Cada rincón tiene algo: paredes, pasillos, cocina, vestidor, todos los espacios —incluso los menos esperados— están intervenidos con obras. No solo el living. Todos son espacios vividos. No hay un archivo oculto, es colección visible y habitada.
El resto de sus obras son de pequeño formato. “Pequeño formato” como la feria de arte que viene realizando hace cuatro años, junto a Santiago Arce, la arquitecta Victoria Baeza (ex directora del MARQ) y Mariana Gallegos del Santo, todo con el apoyo de la Sociedad Central de Arquitectos. Su última edición se llevó a cabo, justamente, en el MARQ: Museo de Arquitectura y Diseño, donde hubo más de 150 obras vendidas.
El montaje de su colección, no deja librado centímetro al azar. A cargo de su cómplice y amiga Mariana Gallegos del Santo, es casi un ritual. Dos días tachados en la agenda, espumante en mano, descalzas, recorren las habitaciones eligiendo el destino de una nueva obra. El momento en que una pieza llega es una celebración. Todo se reorganiza, cambia el aire y cambia el ánimo. En esa coreografía doméstica, el arte encuentra su razón de ser: moverse, conmover y volver a empezar. “Las obras necesitan de la mirada de las personas, ser vistas, ser compartidas. Cuando están guardadas, pierden su poder”, dice Mariela.


Su colección, tan colorida como serena – y no es invasiva — vibra entre lo maximalista, lo kitsch y lo emocional. Hay piezas de Ileana Hochmann, Mónica Fierro, Martín Kovensky, Eduardo Iglesias Brickles que fue un destacado artista plástico, grabador, pintor, diseñador gráfico y periodista cultural argentino. Nació en Curuzú Cuatiá, Corrientes, en 1944. Sus xilopinturas (grabados sobre madera con pintura) eran especialmente reconocidas. Tuvo una faceta activa en el periodismo cultural. Mantuvo un blog llamado “Testigo ocular” en la Revista Ñ de Clarín, donde publicó su último artículo el día de su fallecimiento. Su legado vibra entre las maderas y colores de Rivarola, recordando que todo arte es también testimonio.
Y también de jóvenes artistas emergentes. Por ejemplo, de Fulana Galería –de Tafi del Valle, Tucumán-, Agustina Lazarte, con su desayuno de vajilla inglesa sobre una caja de vino Toro; o las esculturas esmaltadas de cerámica de Rosalba Mirabella para Tokonoma (de Tucumán también ella). O Catalina Schliebener, artistx chilena que hace collage empleando a menudo un imaginario infantil desmembrado y recompuesto, de dibujos animados y cuenta el horror y drama detrás de lo inocente de los mismos.


Para formar parte de su colección, no hay edad, busca el temple y la experiencia de los jóvenes artistas octogenarios, que son los nuevos sesenta.
Lo único que la condiciona en su colección, es el espacio. Al momento que se hizo la nota, estaba por viajar a Resistencia, a la feria de arte y ya estaba –metafóricamente- con cinta métrica en mano, midiendo que cm cuadrado quedaba libre de su lugar para sumar una nueva obra. “Si es que alguna, le conmueve o le llega.” Generalmente si; su sol en Aires, no deja que no compre casi compulsivamente.
Metódica y prolija, le interesa seguir la trazabilidad de los artistas, acompañar sus caminos y registrar su crecimiento. Puede llegar a tener entre siete o nueve obras de diferentes momentos, del mismo artista. No compra por inversión, sino por impulso emocional: “Las eligen mis emociones, juego, reconecto con la infancia. Las obras me eligen. Yo sólo escucho”.


Esa escucha que también tuvo que saber desarrollar de manera muy aguda en su labor de contención en situación de crisis, tras el atentado de la Amia. Capacidad de escucha y pensar desde el estómago… que dicta, que dice. Y contener las emociones propias, para contener las del otro.
***
“También hay obras del valor de una cartera o una cena”, irrumpe para cambiar el clima.
Casi como una chica Almodóvar, o como una escena de sus películas, sus bloques de colores primarios dialogan con la vida: intensa, emocional, sin miedo como su propia personalidad.
Entre sus muros conviven una lámpara de los 70 con la única obra de temática social y política (en referencia a “los desaparecidos”), un retrato femenino junto a una escultura pop. No le gusta el arte povera: quiere felicidad y belleza para salir a afrontar la realidad y su acción social, es proactiva. Ayuda a fundaciones, participa en la educación de quienes no la tienen. Es generosa de alma.


En el acervo de su habitación, un corner de tonos rojizos alberga obras protagonizadas y realizadas por otras mujeres —todas fuertes y poderosas, como ella-. Como detalle, la colección de la colección: Mariela es fanática de los accesorios: ama los anteojos de colores. Fashionista, como pocas.
Es una colección que celebra la femineidad, el color y la libertad, sin miedo a lo decorativo. Mariela es eso: un refugio vital entre el caos del mundo exterior y las emociones. “El arte me protege. Afuera hay tanto drama y tanto que afea la vida… que prefiero embellecérmela”.
El arte es su refugio. Su burbuja, su lugar seguro. Y no la agobia, le da contención y protección.
El equilibrio de convivir con el arte; su fuga: el minimalismo de los hoteles, cada vez que viaja. Su casa es donde se nutre de belleza; el límite, el displacer de la obra.
Ante la pregunta de cómo selecciona obras, si busca artistas específicos, si consulta con galerías, si va a ferias o le llegan por recomendación, dice que si a todo. Pero prefiere compra de obra por galerías: “tiene un tamiz, un aval, certificado y confianza” asegura.


También tiene que conectar con la emoción del artista. Con las historias detrás de cada obra.
Hay historias que sólo pueden contarse desde la intuición. Como la del San Jorge de Daniel Juárez, que le compro a Wunch Gallery: dos obras que nacieron para estar juntas, por alguna razón, terminaron separadas y que, años después, Mariela logró reunirlas por intuición. “Era como si se hubieran estado buscando”, sonríe. Termina el relato con una particular mención, que con ese dinero el artista le compró el último regalo a su padre. Una vez más, en la “casa como emoción”, nos dejamos atravesar por ella. Y se nota en mis ojos.
Tal vez por sus raíces sanjuaninas, Mariela sabe leer al otro de una manera especial, que trasciende la urbanidad. No hay con que darle, las personas del interior tienen otro don de ser.
O la historia detrás de aquella pieza llamada El encierro, regalo de agradecimiento de una amiga uruguaya, llegada como ofrenda desde José Ignacio, tras salir de un tiempo oscuro. En su casa, todo lo que llega lo hace con sentido.
¿Cómo decides si una obra “convive bien” con otra? Le pregunté. “Hay artistas que no quieren estar colgados juntos” responde Mariela. Y aun así, los hace sentir cómodos: les manda fotos de donde está su obra o donde “los movió”. Mantiene un vínculo activo y una participación constante.


El arte, en su universo, es también una manera de amar. Y hoy el Amor, su motor.
Florería Atlántico, fue el lugar del encuentro, sin saber que allí se conocerían. Pero, como todo lo que marca la sincronicidad es, ahí, comenzó la historia de amor que lleva cuatro años.
Hoy, su pareja, Santiago, comparte ese mismo código afectivo por el arte: su primera obra juntos fue una de Aisenberg, símboliza mucho para ellos. “Él me enseñó a bajar; yo, a volar”, dice con una risa luminosa. “Primer viaje que hicimos juntos fue a Rosario, con Santiago”.
Hay ternura en su forma de hablar de amor. No es casual que diga que la semilla de su colección fue una obra, regalo de casamiento a sus padres: su acervo nació del amor, y a él regresa. La alianza del amor es el arte.
Mariela hereda esa calidez de las mujeres de su familia sanjuanina —su abuela Zulema, su mamá y su tía Chona—, grandes anfitrionas del arte de vivir. “El arte de recibir” es, en ella, un legado que le enseñó a su hija Mora, compañera de compras y decisiones estéticas, que también es anfitriona, como todo su linaje. Madre e hija en diálogo intergeneracional convierten “al recibir” en un espacio afectivo, un relato en expansión. Mariela reflexiona que nunca pensó que haría con su colección cuando ella no este; seguramente continúe con ese legado su hija.


Con Gin Tonic o Bloody Mary en mano, hoy le gusta mirar su patio azul Klein, contemplar, cargarse de lo lindo y conectar con su banco de mosaicos de los 70s, réplica del de su patio en San Juan, de su niñez.
Desde 2011 y de manera no reglada, Mariela abre las puertas de su casa para los “Tés de Colección”, encuentros donde artistas, coleccionistas y curiosos comparten arte y conversación. Allí, como en su libro El arte está en casa (Editorial Planeta), que agrupa testimonios de 141 mujeres de diferentes ámbitos y que ha presentado en varios espacios (universidad, galerías, ferias, también fuera del país (Uruguay, España); vuelve a insistir en la idea de que el arte es una emoción compartida, un juego y una invitación. “El arte no requiere entendimiento, todos pueden tener visión y gusto por el arte —dice—. Está mucho más cerca del sentir.”
“Y hay que liberarse del prejuicio y la sacralidad que nos plantearon. Es accesible para todos. Tiene que haber más disfrute en el arte” añade.
Esa mirada, despojada de solemnidad y cargada de humanidad, la define. Su casa es una geografía sensible donde cada obra, cada objeto y cada color parecen latir con relato propio.
Pasar por la Colección Rivarola es entrar a un universo donde lo cotidiano del arte se convierte en ceremonia y el “saber recibir”, como el de amar —en todas sus formas— se vuelve un acto de belleza.
Créditos fotográficos: Gabriel Altamirano
Para seguir descubriendo historias de quienes hacen del arte una forma de vida, visitá la sección Coleccionistas.



