Por Gastón Fournier — Art Curator & Artfluencer
Visita al taller de Vicente Lopez: en una jornada entre relatos, vinos mendocinos, periodistas de arte, saxo en vivo y hasta asado realizado por un chef y la invitación a conocer lo más profundo del mundo sensible de Carmela Blanco.
Al llegar a su casa–taller en Vicente López, siento esa vibración particular de los espacios donde algo se está gestando aun cuando todo parece quieto. No lo llamaría “santuario”, pero sí refugio, un territorio donde los materiales encuentran reposo antes de convertirse en obra. En una esquina del patio, pequeñas hornacinas guardan cerámicas modeladas por ella misma: pequeñas presencias que revelan, antes que cualquier palabra, la intimidad de su proceso.
Carmela Blanco nos recibe con la suavidad típica de las librianas sensibles. Habla con calma, pero con una firmeza que sorprende. En un momento —casi imperceptible— la emoción le humedece los ojos y agradece con sensibilidad artística, y en ese instante entiendo de qué está hecha su materia prima: no de objetos, sino de reverencias.


La materia como destino.
Su práctica comienza siempre igual: con lo que encuentra. No elige materiales; los materiales la eligen a ella.
Maderas erosionadas, hierros fatigados, arcillas sin pulir, cerámicas quebradas, palos de campo, piezas rescatadas de volquetes. Sí: Carmela, la esposa de Enzo Francescoli, que recibe a Zulemita Menem y al presidente de River en un mismo vernissage… frena ante un volquete como quien frena ante un oráculo. En lo que otros ven descarte, ella ve un llamado.
Las piezas pueden esperar años en su taller. Duermen, se reposan, se cargan de lo que vendrá. Cuando finalmente las toma, no las domina: se deja guiar. “Tallás por donde la naturaleza manda”, dice, y así, de ese pacto silencioso entre control y entrega, emergen formas que todavía conservan la vibración del río de la Plata, una presencia líquida que vuelve siempre en sus curvas, surcos y tensiones.


El error como brújula:
Carmela abraza la imperfección. No corrige: acompaña.
Tiene la serenidad de quien aprendió a convivir con lo que no sale como se espera. Su obra vibra en esa ética del error, cuya genealogía recuerda, inevitablemente, a la etapa de ensamblaje de Berni: una reminiscencia social, sí, pero también emocional. Porque lo fracturado vuelve a ser cuerpo cuando pasa por sus manos.
Ricardo de la Serna fue quien le enseñó a mirar. Pero el ojo transformador es de ella. Experimentar sin plan. Carmela no hace bocetos. Trabaja sin red. La guía el pulso del día: si hay bloqueo, descansa; si hay impulso, produce. Puede trabajar seis horas seguidas, en silencio, con varias obras a la vez. La constancia es su respiración. La intensión, su centro.


La curadora del proyecto, Silvina Amighini, que trabaja con Blanco desde hace años, definió la muestra como el resultado de una curaduría afectiva. Durante la presentación explicó que para acompañar un proceso creativo debe existir un vínculo de confianza y afirmó que la curaduría “tiene que ser afectiva y viva”.

Cada pieza contiene una historia —a veces dulce, a veces abrupta— que se filtra entre sus materiales.
Como el pez de hierro que se desoldó en Cerdeña (Italia), justo cuando su hijo estaba por casarse. La obra era crucial para la boda, pero el accidente la dejó enmudecida. Hasta que encontró un soldador isleño, tosco, casi caricaturesco, que la miraba sin entender cómo esa mujer delicada podía convertirse, de repente, en una artesana obstinada que soldaba sin pestañear. Ella resolvió la pieza. Él quedó atónito. Y la historia siguió nadando. La obra no solo fue rescatada: fue seleccionada en un premio internacional y hoy forma parte de una colección en Madrid.
O su infancia dibujando en el taller de la artista japonesa Kazu Takeda. O la primera cara en arcilla que fue vista por un director del Teatro San Martín y fue presentada en el programa infantil de Margarito Tereré.
O el afro de su madre —la “dotora”, como la llamaba la empleada—, una figura con la que estuvo distanciada durante años. Ese nudo afectivo, creo, todavía respira en el corazón sensible de su obra. Como si cada escultura fuera también una forma de volver o de constelar su vínculo.

Entre las obras recientes se presenta “Egipcia”. La curadora describió “Egipcia” como una combinación de metales de distintos orígenes, como bronce y hierro fundido.


El taller como refugio activo
Su taller no es un templo: es un territorio vivo. Un refugio donde la materia suspendida encuentra destino. Un espacio que siente. Nombres y fechas anotados de manera prolijas, en paredes del taller. Cajas clasificadas y etiquetadas; que almacenan ojos, bocas y piernas de cerámica ya cocida.


La casa vibra entre piezas gigantes, hornacinas mínimas, cerámicas tímidas y estructuras de madera que parecen restos arqueológicos de un futuro posible. Ahí, en ese caos cuidadoso, Carmela encuentra su equilibrio.
La obra de Carmela Blanco no se explica: se escucha. Es una obra que respira, que viene del error y del descarte, del hallazgo, de la emoción contenida y de esa valentía casi secreta de quien transforma lo roto sin escándalo.
En un ecosistema artístico que suele premiar el ruido, Carmela aporta otra frecuencia: la del detalle, la del gesto silencioso, la del oficio que se hace cuerpo. Y quizás por eso sus esculturas conmueven: porque no buscan exhibirse, sino reparar.

Carmela no trabaja para la obra. La obra trabaja para ella.
Y en ese intercambio —intenso, humano, imperfecto y profundamente vivo— surge algo que no se compra ni se aprende: verdad. Y, como siempre, el arte verdadero encuentra su forma… aunque llegue desde un árbol caído o de un volquete.
Créditos fotográficos: Gabriel Altamirano
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