La galería-taller de Diego de Aduriz presenta Auguria, una muestra conjunta de Paloma Zamorano Ferrari e Interkevs que convierte a El Castillo en un territorio de luz y revelación.
En la esquina de Independencia al 1600, El Castillo no se parece a ningún otro espacio de exhibición. Allí, donde lo doméstico y lo sagrado se entrelazan, Diego de Aduriz abre nuevamente sus puertas para presentar Auguria, una exposición que reúne por primera vez a Paloma Zamorano Ferrari e Interkevs. Bajo su curaduría, el lugar se transforma en un observatorio, un templo y un taller abierto donde la materia y la energía se confunden.
La muestra podrá visitarse hasta el 29 de noviembre, los sábados de 16 a 21 h y de miércoles a viernes de 14 a 19 h, en Independencia 1653 E. Para otros horarios, las visitas se pueden coordinar por mail a laspuertasdelcastillo@gmail.com.
- Obra de Paloma Zamorano Ferrari
- Interkevs Meditadores
Dos miradas unidas por la luz
“Con distintos niveles de luminiscencia, los dos artistas trabajan con las posibilidades de manifestación de la luz en todo sentido, porque todo tiene luz, esté enchufado o no”, explica De Aduriz.
Paloma Zamorano Ferrari propone una serie de obras realizadas con paciencia y precisión durante la pandemia, en Berlín y Rishikesh. Sus pinturas y cajas de luz combinan puntillismo, sellos inspirados en textiles africanos y cintas fílmicas rescatadas de las calles —entre ellas, fragmentos de Nacido el 4 de julio. Algunos de los marcos utilizados provienen del taller de su abuelo, León Ferrari, conservando una energía de herencia y continuidad.

Interkevs, por su parte, desarrolla técnicas experimentales en su taller de Navarro, rodeado de naturaleza y una docena de perros. Inspirado por la magia, los hongos medicinales y la enseñanza artística en la infancia, produce obras con vidrios, aerosoles tornasolados y pigmentos metalizados. Su búsqueda formal es también una declaración de independencia: “No quiero dibujar como todos, voy a encontrar mi estilo”.
Un castillo sin techo
Lejos del modelo del “cubo blanco”, El Castillo se define por su porosidad. Las obras dialogan con la arquitectura, los reflejos y los ritmos del barrio. En esta ocasión, el espacio se convierte —según su curador— en “una nueva tierra de promesas”, donde la luz no solo ilumina, sino que también revela.
Auguria invita a resetear la mirada y a comprender la exhibición como experiencia expandida: entre lo astral y lo cotidiano, entre el gesto manual y la vibración energética del color.
El Castillo vuelve a afirmarse como un enclave singular dentro de la escena porteña, un lugar donde las exposiciones son también rituales de creación y comunidad.
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